DE PROVOCACIONES Y TRIBUTOS

Sobre Respetos y Miserias

Cuando los Códigos de una Sociedad debieran estar por encima de las Mezquindades de unos Pocos

 

 

Si los pueblos no están estructurados en base a leyes que establezcan órdenes y pautas de comportamiento, es cuando los miserables aparecen. Es en los resquicios y en las marginalidades de las leyes no cumplidas, donde los viles, los peseteros y los perversos encuentran sus áreas de expansión y el campo fértil abonado previamente por millones de humildes y serios trabajadores, que hasta con su gota de transpiración han regado esa tierra. Envalentonados como pavos reales con plásticas credenciales, sin bronce ni honores, hacen suyas esas comarcas y echan mano a botines de todo tipo, desde el furtivo negocio de ocasión, pasando por sistemáticas apropiaciones de lo no debido, hasta la miseria aberrante de recibir inoculaciones rusas o chinas, generándose así, más anticuerpos aún para estar bien plenos para sus robos, por fuera de las defensas ya obtenidas en venales tribunales.

Los miserables no son los más. Son lobos esteparios de carroña, pero que a cobarde guarecer acuden al momento en que son descubiertos. Es allí cuando despliegan todas las armas de condonaciones, amnistías y complejas alquimias leguleyas que solo Dios o el Diablo podrían entender. El primero, el Señor, los condenaría; el segundo, el Demonio, los cobijaría.

El 9 de agosto de 1945 el Sr. Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Harry Truman, toma la decisión de lanzar la bomba atómica “Fat Man”, sobre la ciudad de Nagasaki, solo tres días después de haber lanzado “Little Boy” sobre Hiroshima. Entre ambas ciudades morirían un total de un cuarto de millón de personas. Semanas luego, el 2 de septiembre, Japón capitularía en la Nave USS Missouri. La historia del “Niño de Nagasaki” es una historia de deberes, de lealtades y de códigos de pobladores llanos que aún derrotados en guerra no perdían su espíritu y jamás se podrían mostrar humillados. El fotógrafo Joe O’Donnell (enviado por el ejército americano) retrata a este niño de solo diez años, cargando a su hermano ya muerto y a punto de entregarlo a un crematorio, que no era otra cosa que una alta pira funeraria con olientes cadáveres ardiendo. Dice la historia que soldados americanos ayudaron al niño a desatar a su hermano y depositarlo entre los demás muertos. El niño se quedó frente a los fuegos por unos minutos, erguido, firme, diría casi hidalgo, mientras se mordía su labio inferior al punto de provocar un fuerte sangrado. Pero aún así, en su más íngrimo momento, no se permitió derramar una sola lágrima. A los minutos, el anónimo pequeño dio media vuelta y se perdió nuevamente entre escombros y ruinas. Había cumplido su objetivo. Entregó a su hermano y volvía con la mayor de las soledades a su orfandad más oscura. Nunca la historia supo su nombre o su ventura. Como testimonio quedó el valor de haber cumplido con el designio dado seguramente por algunos mayores, no precisamente por sus padres, a los que ya se los consideraba muertos.

Siempre me ha sensibilizado analizar detalles de esa foto. El indeterminado niño estaba descalzo. Me lo imagino caminando kilómetros entre ruinas y piedras acompañado solo con la dignidad de la enseñanza recibida. Infante solitario caminante llevando en sus espaldas a un bebé ya muerto. Su mirada fija, plena de orgullo pero de dolor contenido a la vez. Su semblanza pareciera no querer perturbar el sueño del pequeño. Su rostro está sereno, pero con la tristeza aglomerada que le está apuñalando el alma. La vida lo devolverá a enfrentar más dolor aún, ya sin familia. Lleva a su hermano a la sepultura, a la hoguera, lugar donde las autoridades habían decidido que debían quemarse los muertos. Su hermano cargado por horas era eso, un muerto. Cumplía con un objetivo y solo él mismo sabría que había logrado cumplir el mandato. Ante nadie debería rendir cuentas por nunca jamás. Solo ante él mismo y ya eso era suficiente, tener su conciencia tranquila.

Al entrar la maestra debíamos pararnos al costado de nuestros asientos y darle el saludo del “Buenos Días….”, dicho casi a manera de canto entonado. Jugando o no, entre nuestros compañeros de aula, buscábamos el decir unísono de manera cómplice, nunca mejor dicho de “manera colegiada”. Una vez entrada la “seño”, nos volvíamos a sentar de manera uniforme, pero ruidosa. Tomar “distancia”, era ese acto por el cual nuestro brazo derecho debíamos levantar y que levemente apoyaríamos sobre nuestro compañero parado delante, era otra pequeña ceremonia dentro de una multiplicidad de aconteceres que nos iban marcando una educación bajo el paraguas soberano del respeto. Izar y arriar nuestra bandera requería de un silencio sepulcral, por más que siempre alguna sonrisa del fondo se escapara. Aunque quizás lo más memorable, estaba en el canto de algunas marchas o himnos donde siempre los alumnos encontrábamos un verso preferido al que arremetíamos acentuando en exceso alguna sílaba final. Los guardapolvos blancos y bien almidonados nos igualaban a todos y el “distinto”, con alguna prenda mejor y más cara, debería postergar para otro momento su lucimiento y su momento de fama. Mínimas delicias de una infancia signada por la enseñanza.

No podría precisar cuando “ciertos modernos” hicieron su entrada y comenzaron a desparramar y tirar por ventanas, todos esos diminutos gestos, pero que sumados nos conferían una integridad sin límites y nos transformaban en gigantes de las lealtades. Ora dijeron que esas prácticas eran militares, ora argumentaron que se nos cercenaban las libertades, ora farfullaron que eran formas discriminatorias. Pero la realidad es que todo eso por nada fue reemplazado. Si por lo menos hubiéramos recibido nuevas formas de aprendizaje y con ella los mínimos respetos que una sociedad ordenada exige, así tal vez, podríamos haber ahuyentado nuestras sordideces más profundas.

Los bandidos comenzaron a tener campo de acción, allanadas que fueron las normas básicas de convivencia. Las partes más ruines y oscuras de unos pocos comenzaron a carcomer las buenas maderas de los muchos. Fue y es, un proceso lento, pero sin descanso. Dejo fuera los mega grandes negociados, sin que esto signifique avalarlos. Aquí vengo a levantar bandera y a marcar a esos miserables de toda pobreza ética e intelectual, desde el que dice vivir en un médano, pasando por ese pequeño intendente de un pequeño pueblo pero con gran chófer y vacunas aseguradas, siguiendo a los chiquitos de mente y alma que se vacunan en excusados V.I.P y cerrando, luego de mil escalas sin flores, en ese desalmado que no permitió al padre pasar por una ruta, cargando, casi como el Niño de Nagasaki, a su hija enferma.

Ya en el estribo, le quiero pedir un favor. Si tiene un segundo le ruego que lo haga. Al terminar de leer mi nota, entrecierre los ojos y recuerde desde la profundidad de su memoria todos esos pequeños buenos gestos que acompañaron su vida. Trate de recordar los asientos dados a nuestros mayores en colectivos, trenes o subtes. Vuele bajo y obsérvese las veces que concedió pasos o ayudó a abuelos o discapacitados a cruzar calles o a sortear obstáculos. Recuerde los tiempos donde con un sonoro “buen día, buenas tardes” ingresaba a un comercio, a un ascensor, a cualquier espacio sin tiempo ni lugar. Y luego de ese viaje por su pasado, respóndase ante quién usted respondía y por qué usted actuaba de esa manera. Creo que coincidirá conmigo que lo hacía por usted mismo y por respeto directo hacia nuestros mayores y educadores.

Los miserables nos están ganando la batalla. Al que le quepa el sayo que se lo ponga, no sea cosa que no solo sea un mísero, si no que también sea un cobarde.

Tributo al Niño de Nagasaki (1945)

22 de febrero de 2021.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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